Había un hombre que pensaba: solo debo creer en mí, lo demás, sobra. Pero este hombre no era más que un simple ciudadano que no había descollado en nada. Era aburrido. Estaba escondido en un piso escondido. Hacía siempre lo mismo a las mismas horas: dormir, desayunar, comer y cenar en ese piso escondido que nadie conocía. Alguna vez, cogía un autobús, pues no tenía siquiera la destreza de conducir, y se iba a Segovia, siempre a Segovia. Después de recorrerla y comer en esta bonita ciudad, sacaba la misma conclusión: "yo solo debo pensar en mí mismo, mi salvación depende de eso. Dios, a lo que veo, no existe. La gente desconocida no existe, nadie existe sino yo en este mundo." Y así volvía de Segovia muy reconfortado de creer y saber que el único que importaba en su vida era él mismo. Y murió. Y su egoísmo hizo que no viera la faz a Dios, porque le negó en vida. Y, como no tuvo ninguna creencia en los demás, pronto fue olvidado. Y morirse este hombre fue como una costumbre que solo llevó a cabo una vez. Y murió él solo, con la soledad pegada al sillón donde dio su último suspiro.
Morimos pero no del todo.
Algo hay, quiero creer que algo hay.
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