Parece que me tiro hablando de la monotonía, del pasar de las horas, de lo cotidiano, demasiado tiempo. Pues lo que voy a hacer es inventarme la vida de un escritor viajero. Nació este escritor viajero en Londres, en la calle Norwik, número 24. Estudió en Oxford muchas letras, tantas, que se podría hacer una olla de cuarenta litros de sopas con ellas. Se casó pronto y se divorció también pronto. Tuvo dos hijos de los que no se cuidó. Se fue a las Alpujarras y allí cultivó un huerto y escribió libros. Fue a Egipto, a Nueva York y a París pero sus libros no se vendieron. Pasó más hambre, algunas veces, que el perro del afilador que se comía las chispas por comer algo caliente. Por fin, escribió un libro muy vendido que se titulaba "Mis viajes por lo redondo de la Tierra". De viejo, volvió a Londres, donde ya nadie le conocía. Ingresó en una residencia (asilo se decía entonces) Y murió con un mapa del mundo entre las manos.
Viajar debería ser obligatorio para los estudiantes.
Así, verían cosas que no están en las aulas.
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