Para pasar el rato, contaré una pequeña historia, a ver si me sale. Dicen que un mendigo ayudó a una señora anciana a levantarse del suelo cuando todos los transeúntes pasaron de largo. Tan agradecida estuvo esa señora con el mendigo, que le dio una casa y un trabajo que le consiguió uno de sus nietos. El trabajo era muy sencillo, de vigilancia de un patio con árboles. Si entraba alguien al patio, debía el mendigo llamar a la policía. Ese trabajo, por sencillo o por lo que fuera, no le gustaba al mendigo, que se fue a su casa y de su casa salía otra vez a pedir dinero para comer. Este mendigo no tenía vicios, como el alcohol o las drogas. Solo pedía para comer. La anciana ya estaba demente y los nietos se olvidaron del mendigo y también los hijos de la anciana. El mendigo sí conocía a hijos y nietos pues los veía pasar por el patio a menudo y luego, por la calle. No eran limosneros ninguno de ellos y además no le reconocían en la calle. Lo bueno que tenía el mendigo es que podía dormir en su casa aunque le habían quitado el agua y la luz. La casa del mendigo estaba a las afueras de la ciudad a sus buenos 10 km al sur, que el mendigo recorría unas veces en autobús y, los días que solo sacaba para un bocadillo, andando. Y no sé continuar. Me canso de la historia.
El abierto páramo acoge el viento fuerte y frío de invierno.
Y lo devuelve a las aceras de las ciudades con fiereza justa.
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