Hace un calor soportable. Tengo la ventana abierta y corre brisa. Comemos sombra, la paladeamos antes, en esos momentos en que no damos nada por nosotros, en ese ínterin en el que el alma va a la deriva y nos hace ver que no somos nada, un punto quizás entre tantos puntos que hay en el mundo. Gritamos para que solo lo oigamos nosotros, un grito seco y diferente. El pelo de la cabeza se nos eriza por momentos, la piel se atasca en su sentir el viento y nosotros avanzamos en un mar turbulento y herido de las heridas de nuestro espíritu. El estupor de la piedra nos recuerda nuestro sino: un montón de huesos fríos y apesadumbrados que andan y andan sin saber cómo ni dónde ni para qué. Esos somos nosotros: un rumor de carne y huesos que vacía el aire un tanto hasta que ya no sabe, hasta que ya no sigue el itinerario, hasta que ya rompe la luz del día.
Apabullante grandeza de este mundo erosionada por el hombre:
Dale tu luz al día y tu oscuridad a la noche. Por siempre.
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