En la terraza del piso, a cien metros de la playa, la piel de ese señor saborea la brisa marina. Bebe vino muy frío que sacó del congelador hace un rato. No somos nadie. La sombra nos ocupa por dentro, nos hace merecedores de la muerte, de la oscura noche en que nuestros pasos no sean nuestros pasos. Los días pasan, nuestro cuerpo late como late el corazón pero cada vez más torpemente, más difícilmente, más arduamente. El piso, las cosas que teníamos en el piso, los andares, el vinito enriquecedor del alma, todo pasa como un ciclón que aventurara que no somos nada ni nadie. Todos vamos tristes por la vida porque la vida se acaba un día, una hora o un segundo del reloj del destino que nos marca el camino de salida de este mundo tan aborrecedor de los seres humanos.
En las ciudades en las que se buscan placeres furtivos a todas horas,
yo vivía la luz del mundo, yo pertenecía a la vida, yo luchaba.
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