El día está de caída. La noche, elegante y tersa, ya llega a los confines del piso de ese hombre. Ese hombre ha visto el telediario con el único interés de que el vino, en el congelador, se enfriara convenientemente. El mar a 100 metros respira como un animal. La brisa llega dulce como una especie de miel refinada. El hombre, después de ver el tiempo, se asoma al congelador, coge la copa de vino y sale a la terraza del piso, un piso noveno, y se sienta en una silla de enea. La brisilla le va alimentando la piel por todos sus poros. Bebe despacio la copa, mira el mar embelesado. Sabe que nunca estará tan bien como en ese momento. Bebe muy despacio. La noche llega por fin. En el horizonte, muchas luces lucen su luz humana, artificial, mundana. Ya ha terminado la copa de vino pero no la contemplación del mar oscuro y las luces al fondo. Entra en su habitación, se acuesta, duerme un sueño enredado con la tarde, con el vino, con la oscuridad de la noche.
El hierro que hiere la tarde, el sueño que sofoca la vida
dura poco, dura poco.
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