Hay un niño que berrea porque no le dan lo que quiere. Infla sus pulmones en llanto y lo suelta. Quiere montar en moto. O quiere una moto. Los niños de ahora quieren quimeras, quieren cosas que no son de su edad, quieren lo imposible. El espejo imitaba la vida de su alrededor vagamente, fielmente pero sin hablar. El espejo no hablaba. Solo grababa a una madre con sus hijos dándoles amor, solo grababa lo que se acercaba a él. Lo grababa como si fuera de mentira, como si fuera falso lo que ahí dentro había. Rectilíneo, de figuras de cristal, de carne densa que pasa a ser carne cristalina. Los días pasaban y en el espejo seguía habiendo, en reflejo, el mismo amor de la madre por sus hijos. Y los hijos no lloraban, ni gritaban, ni lanzaban objetos contra el espejo, tan frágil. Y todo tenía la perfección del amor de una familia bonita, salada, hermosa.
Se notaron los goznes de la espalda, crujió algo en su columna.
Y decidió olvidar sus paseos por la ciudad.
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