Por la mañana no me entran ganas de leer libros. Quizás la narrativa de las cosas, en mi caso, se dan vespertinamente o no se dan. Las sábanas tienen esa cosa entre dulce y respiratoria que me dejan tumbado cada mañana en la cama. Las camelias y los osos dan su fragancia rosácea tras de los cristales sucios. Los hospitales guardan su remedio a partir de las 7 de la mañana todos los días, todos los días. Es un placer llamarme como me llamo sin decir nada a nadie. Los primos del pueblo gozan un aire tranquilo y respirable desde que se levantan hasta que se acuestan. Y eso sí, el pueblo está muerto. Lo sabemos todos los que vamos al pueblo a declarar su defunción allá por los Santos. Y no nieva. Y no nieva lo que tenía que nevar.
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