Todo es un juego el que venimos a jugar. Conviene no estar deprimido para sacarle el jugo al juego. Conviene no entreverarse demasiado con los participantes del juego para que el juego no llegue a ser guerra. Hay que retener un poco de egoísmo por nuestra parte para jugar bien. Las reglas del juego no están escritas, hay que inventarlas antes de jugar. Hay que soportar algunos desprecios en el juego, como el hecho de ser considerados unos inútiles para jugar al propio juego. A veces, el juego acaba en soledad y vejez; otras veces, el juego no nos abandona nunca y podemos seguir jugando en nuestra propia soledad. Si somos ricos, el juego tiene más posibilidades. Si somos pobres, hemos de recurrir a la imaginación propia para que el juego cuente con el atractivo suficiente. Hay gente que no quiere jugar al juego, bien porque no ahorra ni un dinero o bien porque quiere ahorrar tanto que no le llega la mezquindad a poder entrar en juego. Unos llaman al juego, vida. Otros le llaman religión. Otros, fecundidad. Y los más humanos lo llaman amor. Y todos juegan aunque no quieran porque en el juego, solo se precisan dos personas: dos hermanos, un hombre y una mujer, una hija y una madre, un tío y su sobrino o una mezcla de todos ellos. El juego no es la vida propiamente hablando, como parece que doy a entender sino una sublimación de esta, de modo que todos jugamos aunque no queramos. La muerte puede que sea el final del juego pero no estoy seguro.
El paraíso tiene los días contados, ya no se podrá llegar a él.
El paraíso es la limosna que Dios nos da si tenemos el corazón limpio.
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