Llueve en junio. Parecería que no, pero sí. El verano ha venido raro este año. El corazón de los bostezos se sale del alma y empieza a habitar todo el cuerpo, demediándolo, rompiendo su piel y sus huesos por siempre jamás. Teñidos de domingo, en espera de la fiesta, los trajes aguardan en el armario joven de la desdicha. Tengo ideas en el bolsillo que no se hacen realidad y guardo, dormido como un gato, una llave escueta y pequeña para matar los gigantes del día, esas horas inmensas que se retuercen entre las calles más ignotas de la ciudad. Y así voy pasando el día, deseando que me abracen, me digan algo cariñoso, me animen a vivir otra hora simple y rauda como un coche de carreras.
Mi esqueleto se sacude el olor a cementerio
mientras bailan heterodoxos grajos sobre las tumbas.
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