jueves, 13 de noviembre de 2014

Desde siempre la filosofía ha ido a rastras de la historia, de la historia oficial y de la intrahistoria, la historia que han hecho los seres humanos de a pie, a base de luchas y muertes, de torturas y humillaciones, de dolor, de asco por la vida y de rabia. La filosofía, desde que enajenó al hombre de Dios, no ha hecho más que dar tumbos, como una carreta con ruedas desgastadas y con los ejes torcidos. Sólo las buenas costumbres, como la creencia en Dios, han salvado al mundo. El hombre engreído, el que ha perdido en su camino la humildad de reconocerse un miserable,  que no tiene más que estiércol en las tripas, y que hay Algo superior a él, no tiene otro recorrido que la ciénaga de su impulsividad, su derrocamiento y su muerte moral y física en muchos casos. Para el que no cree que hay una barrera entre cielo y tierra, que se moleste en observar a la sabia naturaleza, que no está ahí por azar, sino que está ordenada con una perfección divina y providencial. Los hombres estamos cavando nuestra propia tumba si no ponemos coto al progreso desorganizado, descabalado y caótico al que vamos a ciegas dirigidos por una ciencia que te da un caramelo dulce y luego se hace amargo como la cicuta. Léase cambio climático y desastres actuales, guerras y el hombre dirigiéndose por el mundo desorientado, triste y solo.

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