miércoles, 21 de noviembre de 2018

El profesor se dirigió a la sala de actos públicos del instituto. Esta contaba con un pequeño escenario para representar teatro. Un grupo parlante de estudiantes le esperaba. Se presentó a ellos con toda la seriedad. Pasó lista y se fijó en sus rostros. Ya había localizado los tontos que le iban a complicar el asunto de hacer teatro con esos cantamañanas. Al cabo de unos días ya se le ocurrió la pieza que representarían: un cuento de Don Juan Manuel: el del maestro peripatético que se metía en el barrio de las putas porque tenía dolores de tripas que le aconsejaban hacer de vientre en el instante del dolor. Coge mala fama entre los discípulos. Tiene el hombre que deshacer el malentendido. Todo muy sencillo. Escribió el profesor un guion. Lo fueron ensayando. Eran 15 niños. Demasiados. A veces era dificilísimo controlarlos en el escenario. Llegó el estreno. El estreno mundial, como dijo sin el menor interés la secretaria en la presentación. El profesor se colocó detrás de la directora, que se puso en primera fila. Al final de la representación, la directora le hizo un gesto de disgusto, no habló con él. La directora era una fanática de izquierdas a la que le molestaban los crucifijos (no los veía el sentido, dijo en un recreo) y que soñaba con la revolución y con resultados prácticos espectaculares. Al año siguiente, el instituto se llenó de cables y ordenadores. Todas las aulas tenían ordenadores y una red inmensa de cables cruzaban los suelos y los techos del edificio. La directora soñaba con un resultado práctico espectacular que consistía en programar. El profesor cayó en la ansiedad. Primero bebía agua en las clases y fumaba mucho. Luego, se le olvidaban los nombres de las cosas de la lengua y la literatura. Temblaba como un flan ante los alumnos. Un día le oyó a la directora llamarle gilipollas. El profesor se dio de baja. Nadie de aquellos profesores vejestorios le echó en falta. Un día, el jefe de estudios, un superhombre experto informático, construyó un profesor-robot y lo paseó por las aulas y este empezó a dar clases. El profesor-robot era infalible e imponía una disciplina electrónica en los alumnos. Hasta que hubo un cortocircuito de tanto cable como traspasaba el edificio y el instituto entero ardió. Nadie murió. El profesor robot se las apañó para bajar del cuarto piso y al salir solo decía, chamuscado por todos los sitios: fuego, fuego, fuego.

Un centro de enseñanza lleno de viejos es asqueroso.

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