lunes, 16 de febrero de 2015

Creció con una enfermedad, creció también sin alas. Daba vueltas, iba de un sitio a otro pero siempre regresaba a casa. No supo volar porque no le crecieron alas. Y fue desdichado porque le gustaba la libertad y le gustaban los cielos, acariciarlos.
No se atrevió a salir de las ramas del árbol, no supo coger el tren y largarse a dormir fuera del lecho donde dormía todos los días, no supo ser libre y decir que hacía lo que quería.
Nadie le vio hacer cosas extraordinarias, como irse a New York un fin de semana él solo, irse a Segovia a ver el acueducto, irse a las Canarias a disfrutar de sus playas. Porque era esclavo, esclavo de sí mismo.
No supo nunca. Y ya no sabrá escaparse, evadirse a su triste realidad de paseos acostumbrados, a sus comidas de siempre, a su estupor de bobo asustado.
Bueno. Quizás no sea entera culpa suya. Quizás le han enseñado a volver al mismo sitio, a no salir del tiesto, a ser esclavo, a no estar solo ni un minuto de su vida, a andar sin saber adónde.

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