La mañana arroja su escupitajo de frío al aire para que se tope con nuestro pecho concernido con la vida. Y poco a poco, la mañana avanza hasta convertirse en tarde, una tarde noche que hiela de aburrimiento las cabezas solapadas con las farolas y los transeúntes. Los transeúntes, ese milagro al que acudimos mirando por el ventanal cuando en la acera se perpetran sus pasos. La luz indefinida y sucia que alumbra nuestro curioso carácter de seres humanos que han evolucionado, muere a la una de la madrugada. Y a las tres y a las cuatro. Hasta que llega la aurora con su pincel de pintora inteligente. Y llega la tarde, ya digo, que no es tarde, sino tarde noche intranquila, que desea la primavera y no lo sabe, que piensa que las largas noches de invierno es un invento de Bruselas.
Las manos confirman la confianza, las manos sueñan
y lo que yo escribo viene de mi cabeza a mis manos.
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