Hay espejos domésticos que han captado en su cristal toda una vida, todas unas acciones y reacciones de ese hogar que podrían ser frías, cariñosas o dramáticas. Hay espejos que lo han mirado todo, el desnudo, la ropa que se ponía el habitante de la casa, la desesperación a veces. Los espejos deberían saber vomitar imágenes para que las viéramos revoloteando delante de nuestros ojos y mirarlas agudamente, sinceramente, ardientemente. Y en la ardiente oscuridad del espejo y de nosotros, saber que nosotros hemos sido capaces de eso, de eso y mucho más. Y el espejo haría una caridad de mostrarnos nuestro interior más fino, nuestro sentimiento más íntimo, nuestro dolor más reacio. El espejo debería ser máquina fotográfica, captador de instantes mudos revisables, testigo de nuestro comportamiento más indecoroso. Si hablara el espejo...
A la memoria me viene un muro blanco
como el del colegio, como el de una cárcel, como el del hospital y allí voy a uno de ellos y ya estoy intramuros, la lección, la condena y la enfermedad.
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