martes, 17 de septiembre de 2013

Yo, en mis tiempos de profesor, he observado lo siguiente: un profesor que trabajaba en el mismo instituto que yo, imponía, por su mera presencia imponente o por una serie de órdenes o normas duras que cumplir en cuanto a lo disciplinario, un orden en ellos, en los alumnos. O quizás un temor hacia su persona, a la persona de ese profesor.
Después de esto, les ponía a copiar a los alumnos. No les dejaba expresarse, no había preguntas ni opiniones. Los alumnos sólo copiaban. Esto es bueno porque los alumnos díscolos se suman gregariamente al grupo y no dan guerra. Pero para los alumnos inquietos intelectualmente o inteligentes es malo porque lo único que harán es copiar como imbéciles. O como mucho seguir unas plantillas prefabricadas.
Y esto es muy bueno para el profesor que no se esfuerza lo más mínimo a la hora de dar la clase. Todo está preparado desde el principio hasta el final del curso.
Evidentemente, este tipo de profesores, como yo lo observé, son raras excepciones y en las reuniones que teníamos los profesores sabíamos de sobra cómo eran los métodos de cada profesor o los intuíamos por el propio carácter del profesor o por lo que oíamos de él. Ahora voy a hacer una comparación terrorífica,  muy injusta pero la voy a hacer.
Así hacen los dictadores y el terrorismo: imponen el terror en el país en cuestión y dejan el camino llano al borreguismo y a la mediocridad y a no decir nada en contra y a no expresar opiniones por temor a salirse del grupo y que te den una colleja o te metan en la cárcel o te amenacen de muerte. Un aula no es un país, a un aula vas a aprender. Yo me refiero al método, al método autoritario.
Sé que la analogía que he hecho es brutal pero igual que se engaña a un grupo de alumnos se engaña a un millón de crédulos.

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