Campan sal y viento en el barranco. Un borde de azúcar sobre las sienes, un vientecillo dulce removiéndose. El azar cansa los días, los vuelve impotables, predecibles hasta la extenuación. Las horas suceden a las horas en un devenir pobre. Si me dijeran mañana, yo supondría unas ramas que llamaran al árbol de siempre. Nada se mueve. Ni al norte ni al sur. Como en una película mala, no cambian los personajes ni el argumento. Suena la radio de música conocida, suena la televisión. Andamos llevando cruces de madera, pequeñas cruces de madera. Brillas como dos profundas soledades, como una bombilla engullida en su breve lucimiento. No hay nada alrededor ni en cincuenta kilómetros más allá. Quietos, quietos, quietos.
Lanzan vientos su fuerza, la elevan y la funden en movimiento
mientras unos y otros apenas aman su tierra.
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