Ya solo me quedo y preparo mi esqueleto para el aire frío, para las inmundicias que reparte el día, para lo tenebroso de la noche. Y estoy a gusto sin embargo porque las luciérnagas acuden todas las tardes de este invierno envidioso a verme o a ver las costuras de mis huesos con mi carne. Es la cumbre por fin, la última cumbre que subiré ya perdido el alado pensar, los pies ligeros y el cuerpo galante y poderoso para subir los peldaños de casa. Suena un aldabonazo y es ella, la mujer que me conducirá el resto de mis días, la mujer inalterable, la mujer que sabrá mis males mientras otros mendigan en la esquina.
Derrochan todo su dinero, como si siempre hubiera
para luego, desear lo ajeno.
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