Él trabajaba de camarero. Ella no trabajaba, no se sabe muy bien por qué. Tenían dos hijas muy pequeñas. Y él, claro, cuando se acababa el parné, se veía obligado a dar sablazos. Se metieron en un juicio sobre un atropello de una de sus hijas. Un día me llamó él, que necesitaba dinero para el juicio y que en el restaurante le daban de baja o no sé qué historias. Me llamó con el número de un amigo mío porque mi teléfono no lo tenía. Incluso me dijo que se lo diera. Llamé al amigo mío: dile que no le doy dinero, le comuniqué. Cuando le vea se lo digo, dijo mi amigo. Hasta ahora, ni le he vuelto a ver ni me ha llamado más ni sé más nada de este hombre de los sablazos.
Ante un sablazo, mantenerse firme.
A pedir, al metro.
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