Los jugos amargos no llegaban a mi boca, no destacaban en su sabor pues yo era ingenuo y tonto como puede ser un niño. La gente espabilaba y yo llevaba a rastras una enfermedad. Me dolía todo. Me dolía la cabeza de llevar dentro monstruos y hombres llenos de carbonilla. Me dolía la imaginación de llevar dentro de mi alma el eco duro de mi destrucción. Mi voz se rompía contra el aluminio y las voces de los borrachos, muy adentro de la noche, muy adentro de mi cerebro. Mi madre sacaba una aceitera, preparaba tres tortillas francesas y nos íbamos a acostar porque yo o mi hermano estábamos malos. Los insectos me roían las noches, las alteraban hasta que, al amanecer piaban los pájaros con tesón. Y parece que todo ya está bien, no hay que sudar ya más. Agradezco a mis padres la resistencia que tuvieron.
El color del dátil, el color de arena
lo hemos probado algunos en esta tierra.
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