La cabeza y el corazón se le fue llenando de cólera, de una cólera pequeñita que bastó para que se fuera a un rincón y no quisiera saber nada de nadie. Así pasó un día y otro hasta que ya nadie supo de él, nadie habló de él pues él con nadie quería hablar después de que la ira diminuta se instalase en su cabeza de niño bien. Y llegó el día en que se acercó. Lo hizo con sigilo, sin saludar a nadie, pues eso de saludar ya se le había olvidado. Los demás le miraron raro, como que habían estado sin verle muchos años. Parecía más delgado, más enfadado con todos, más silencioso pues no abrió la boca en todo el día. Y pasó ese día de verlo y se metió en la cueva otra vez, en una cueva oscura, sin fuego, sin cariño y sin palabras.
La luna salió pero no le alumbró
pues ya estaba dormido para todos.
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