miércoles, 6 de febrero de 2013

Sonaban cumbias en mis oídos, sonaba Bob Dylan y Eric Clapton. Sonaba Neruda. El vagón iba traqueteando camino de casa. Ya quedaba atrás una maraña de explicaciones ante una pizarra. Ya me había ganado el pan y mi espíritu descansaba. Pero otras veces, cuando estaba empezando en el oficio y los alumnos eran muy malos, la sensación era de desconcierto y confusión pues lo había hecho mal. Había que intentar, al otro día, que me saliera mejor.
Cuantas veces he oído esta advertencia: "debes imponerte" y me ha llenado de rabia oírlo y me ha ha llenado de rabia el que lo ha dicho. Porque yo creía que no debía imponerme a nadie. Yo deseaba explicar y dar ejemplo. Yo no era ninguna autoridad en el aula, como un guardia de la porra; yo era un profesor que tenía unos conocimientos y unas habilidades para dar a conocer esos conocimientos. Lo malo era que a veces la indisciplina cundía entre esos chavales o la hiperactividad o las pocas ganas de hacer algo o la rebeldía de negarse a aprender. Qué sé yo. Lo que quiero decir es que yo no podía imponer nada sino que debía proponer otro comportamiento en ellos, unas ganas de aprender, una utilidad en lo que yo explicaba. Conocía profesores que, ante clases rebeldes, lo que hacían era tenerlos copiando toda la hora. No sé si tenía aquello algún sentido. Creo que a veces, los alumnos no sabían ni lo que copiaban, sólo copiaban. Yo no pretendía eso y mi imaginación daba vueltas y vueltas sobre lo que debía inventar para que la clase aquella aprendiera algo. Y no me inventaba sólo copiar, sino estrategias de aprendizaje que surgían de hablar con la coordinadora, con otros profesores, viendo el comportamiento de los propios alumnos etc. Y al fin yo lograba no imponerme, sino que invitaba al aprendizaje con artimañas que surgían en el vagón, de vuelta a casa.

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