domingo, 4 de agosto de 2013

Son las cuatro de la tarde de primeros de agosto. Un hombre suda en un piso mientras reúne en una bolsa deportiva un bañador, una camiseta y un revólver.
Le caen gotas de sudor por la nuca, empieza a sentir una sed tremenda. Se conciencia de lo que va hacer. Se mira al espejo, no sabe muy bien por qué. No tiene nervios.
En una tienda de chinos, el chino ve un concurso por la tele, detrás del mostrador, sentado plácidamente. No viene nadie. Mientras, el hombre sale del piso, cruza una zona peatonal y nada más meterse en una calle, a la derecha, penetra en la tienda del chino, saluda y se fija en que él es el chino que busca. Saca dos cocacolas de la nevera, las pone encima del mostrador. Cuando el chino va a darle la vuelta de dos euros, vacía el cargador del revólver en la cabeza del chino. Sale de la tienda, donde se ha formado un revuelo de vecinos, se bebe una cocacola y se dirige a la piscina vecinal.
No es un crimen causado por el calor. No es un crimen racista. El chino se acostaba con la mujer de la que se acababa de separar. El hombre es detenido en la piscina a las dos horas de búsqueda.

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