martes, 25 de febrero de 2020

Antes de que saliera mi hermano del hospital, íbamos todas las tardes a las seis a ver a unas mujeres de cincuentatitantos a ver qué nos contaban mientras tomábamos un café. A una de ellas le venía de perlas porque me parece que a esa hora dejaba de trabajar en casa por ordenador, se tomaba su café y encima tenía conversación (nuestra conversación). La otra mujer solo callaba y comía pinchos o se bebía un zumo de naranja. Es que nos partían la tarde por la mitad. Nos jodían la tarde. Pero como no teníamos otros amigos... Estábamos todo el rato después de comer, yo a mi hermano o mi hermano a mí: "¿vas a ir a ver a fulana?" y siempre, siempre, la respuesta solía ser: "sí". Ya le habíamos contado a esas dos mujeres hasta el número del carnet de identidad pero seguíamos yendo y rompiendo la tarde en ese bar de siempre. Añádase a esta martingala el hecho de que por allí empezó a aparecer un tipo que decía que era muy católico pero que su única preocupación era el dinero, dinero que no le duraba nunca ni un día en el bolsillo, siempre estaba con el rollo del dinero a vueltas. Y encima, otros días venía con el rollo de que había regañado con su madre o había intentado suicidarse, todo para sacar dinero o a su madre o a quien fuera. Yo le tenía casi odio a ese tío problemático, imbécil y dilapidador de todo lo que caía en sus manos.
Cuando Paco salió del hospital decidí no volver por allí y no hemos vuelto y nuestras conversaciones (entre mi hermano y yo) ya no son sobre ese indigno amigo.
Otro grupo de gente con los que solíamos charlar también los hemos dejado de lado porque no aportaban nada.
Ahora estamos los dos mejor solos que mal acompañados y podemos seleccionar a los amigos posibles con algo de criterio pues la gente con la que nos juntábamos no merecían la pena.
Los amigos son pocos los de verdad. Los de mentira abundan sobremanera.

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