Tenía yo un familiar por parte de mi madre, que en gloria esté, que no hacía más que contar chistes y chascarrillos. Era una mujer muy divertida. No hacía falta que le dijeras que te contara un chiste. Ella era el chiste mismo. Se llamaba Teresa. Hoy, al levantarme, la he recordado. Solas las calles de una ciudad meridional y yo paseando por ellas como el viento, como la luz del día. La fresca gala de una flor marcaría la mañana, las puertas de las casas llamarían a la gloria de vivir. Las claridades matutinas me darían el hambre de conocer cosas nuevas, territorios no hollados por mí, mar a mi alcance. Todo esto en una ciudad al sur de todo, al sur de los días mesetarios, al sur de mi propio cuerpo. Al borde de las macetas de las ventanas hay algo que huye de mí y llega al fondo de las plazas y catedrales e iglesias pequeñas y vecinos lugareños y cal y ladrillo.
Las calles que van rumbo a las alamedas sin nombre
me dirigen, me convocan al deseo, me llaman como el mar llama a los peces.
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