domingo, 20 de septiembre de 2015

Por las mañanas estoy como un pato en el Manzanares: torpe, triste y solo. Hasta que me espabilo pasa su buena media hora sin saber dónde ir. No tengo ganas de moverme a ningún sitio, la pereza hace presa en mí. Estoy por casa fumando, arrastrando mi cuerpo como lo haría un mulo viejo y cansado. Luego, después de que mi cuerpo se sacude la pereza quizás voy a comprar el periódico o a leerlo a algún bar y me da la una y ya tengo que hacer la comida. Mi cuerpo y mi alma son perezosos como un tren que tarda en arrancar de su estación. Nada interesante me mueve a hacer cosas, todo me parece baldío y sin sentido. Sin embargo, a partir de las cuatro, mi cuerpo parece otro: se mueve con mayor soltura, pide movimiento, está más de acuerdo con la vida pero ya es tarde porque ha pasado toda la mañana, el amanecer, las nueve de la mañana, ese frescor vivificante. Yo solo funciono por las tardes, como un estudiante malo, como el olor de las rosas, como un cumpleaños de niño mimado.
La pereza es mala pero a veces nada se puede contra ella.

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