Se juntaron. Nadie hablaba. Nadie quería compartir sus experiencias. Se habló de unas gilipolleces que a nadie interesaban. Uno de ellos se puso muy nervioso y empezó a comer patatas fritas a discreción. La comida se preparaba. Empezaron a mirar sus móviles. Uno de ellos pensaba que esta reunión era espantosa. Siguió comiendo patatas fritas del puro nerviosismo. Nadie hablaba. Tenía ganas de largarse pero no lo dijo, por cortesía hacia los demás. No se preguntaba, no se hablaba. Solo "sí", solo "muy bien". Nunca supo qué se dijo en esa reunión, nunca supo qué pintaba allí ninguno de ellos. La comida vino al fin. Le sentó mal. El estómago se le estragó. Siguió un silencio penoso, triste, ya cansino que parecía que solo le afectaba a él. Nunca supo de que se habló en esa reunión porque no se habló de nada. Qué gente más rara, pensó. Se hicieron una foto y se largó cuanto antes. Qué ridículo, qué absurdo, qué silencio de locos, pensó. No se conocía nadie antes de la reunión y seguían sin conocerse después de la reunión. Ni un ápice de información en la reunión. Nadie conoce a nadie. La paella, en el estómago, haciendo estragos por el nerviosismo de no saber qué decir ni escuchar nada de ellos.
Es penoso cómo son las generaciones que vienen después de mí.
No hablan, no conversan, no quieren decir nada. Uno de ellos me veía en verano después de un año sin verle y solo me daba la mano. Qué gente, qué asco, qué pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario