Con su pelo tiznado de canas, su carita de viejecilla, su temperamento callado y alegre en una alegría contenida pero muy cierta, allí estaba, en la sala, viendo la tele con otros como ella. Sus dientes feos ya por el paso de la edad, su andar lento y limitado a esos pasillos, su esclarecida memoria que recobró con trabajo, allí estaba ella. Y nos dio dos besos y nos deseó la alegría que quizás, de alguna forma a ella estaba vedada. Y paseamos y tomamos café y roscón y pasamos la mañana de la mejor manera, charlando de Barcelona, de Radio María, de los mellicines y de alguno del pueblo. Y nos separamos y yo rezo ahora por ella, por su alma tan linda que acoge su cuerpo ya cansado de las horas y horas pasadas. Y allí se quedó y nosotros nos vinimos a vivir la vida como ella, pero ella de otra manera, de otra manera.
Las penas de la vejez solo los viejos las saben.
Están en sus almas y en sus cuerpos cansados.
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