La luz hiere cuando estamos tristes. Queremos que se haga de noche y descansar de la vida que nos hiere también. Aquellos tiempos de depresión al borde de una plaza de pueblo ya pasaron. Los días han venido después con el dolor de mi otro costado naciente. La soledad paseó por mi patio, llenándolo de oscuridad de las gentes. Luego tomé aliento y escribí, solo para mí, unas historias, la historia de una prostituta y, más tarde, la de un mendigo. La locura afectó al otro ser que yo soy y tuvo que internarse en pasillos inermes y terapéuticos. La primavera venía llena de flores, de flores amarillas diciendo la muerte, cantando con su color la edad a la que nos avecinábamos, la época de no ver las playas nunca más. Y seguían las horas como metidos en un vientre otra vez. Nos acostábamos a las diez, de eso bien me acuerdo. Dormíamos mucho, como animales acosados, dormíamos mucho, como los enfermos de la luz que hiere éramos.
El ave que se quema por querer tocar el sol
de soberbia lleno muere calcinado.
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