Avanzaban hacia la ciudad negros nubarrones hasta que llegó un momento, hacia las 6 de la tarde, en que una mancha gris casi negra tapó todo el cielo, el cielo de la ciudad. Pero no cayó ni una gota. Mi espíritu estaba también de esa manera, como intuyendo algo del futuro, quizás, que nunca había de tener lugar. Quizás lo que me daba un miedo infundado era pensar en mi propia vejez, la vejez de un señor de fama mundial por haber diseñado un museo para la ciudad. Todo el mundo me conocía antes, cuando se alzó el museo en cuestión. Ahora no me conocía nadie. Iba por la calle y pasó la euforia de ver a Antonio Vihuelas por la ciudad. Hacía mucho tiempo que la gente ya no me paraba por la calle, se hacía un selfie conmigo y me preguntaba por próximos proyectos. Y lo malo es que me estaba obsesionando con eso de ser viejo y pasarlo mal. No cayó ni una gota. No paraba de pensar en la vejez, en mi vejez. Mi mujer murió hacía tiempo. No tenía casi contactos en la ciudad, casi todos habían muerto ya. Ya no me resultaba agradable mirar por fuera el museo que diseñé. Me quería morir, pero no me moría. Decidí irme a un pueblo deshabitado. Me fui a ese pueblo. Conocí a un abuelo que trabajó en la construcción hacía mucho tiempo. Charlamos los dos juntos sentados en un poyo. Venían nubarrones. Una masa gris casi negra cubrió el pueblo. Al cabo de cinco minutos, llovía con ganas en el pueblo.
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