El día de nochebuena se aburrió mucho. No salió a la calle. Bueno, sí salió, salió a comprar pan. Una barra. La china que le vendió la barra estaba como cabreada, quizás cabreada por el hecho de las fiestas. Tenía dos ojillos negros, una nariz un poco respingona y los carrillos sumidos. Tenía una cara que traslucía asco y hartura. Vio a César, el vecino y habló con él, pero no sabía ya de qué habló con él una vez llegado al piso, hablarían del tema de la nochebuena y todo esto que se dice. César tenía un cuello largo, los ojos medio perdidos y una nariz que goteaba un agüilla propia de una alergia pertinaz. César miraba pero no miraba, sus ojos giraban mientras hablaba, no se fijaba en los ojos en el que le hablaba. Una vez que dejó la barra encima de la mesa del comedor, pensó que freiría las croquetas de bacalao para comer a mediodía. Unas croquetas congeladas que había comprado hace tiempo. Tenía la sensación de que tenía que llamar a alguien, pero no llamó a nadie. Se llegó mediodía y frio las croquetas. Después de comérselas (le sobraron cinco), se tumbó a ver si se dormía. Pero no pudo. Se duchó y se cambió. Ya faltaba menos para la nochebuena.
Vio caminos desacostumbrados que pasaron por su imaginación
y se dio cuenta pronto de que era muy pequeño.
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