Con olor a chorizo en regüeldo y a ropas sudadas, ese es el panorama de la plaza pública. Pero no es todo feo en esa plaza. Hay niños, míralos, y hay mayores que quisieran ser esos niños que ríen y juegan infinitamente, pues infinita es la niñez, la infancia de los pequeños. Todos deberíamos asemejarnos a esos niños que viven del sol, que despiertan y corren ya por la casa como si no fueran a crecer nunca. Hay que imitar a esos niños y disfrutar de los minutos como el agua. Que estén cerca los niños de uno y de todos porque los niños son como el divertimiento de Dios aquí en la Tierra. Ellos dan sabor a la comida diaria, a los días aburridos, a la mañana terca y a la noche larga. Hagamos caso a los niños porque ellos son los que tienen razón, ellos los que irán al cielo. Que un niño habite nuestra madurez llorosa, que un niño nos oriente en nuestros días de pena, de no ver a nadie, de no saber vivir el sol.
Pero el sur no existía:
y todos hicimos lo posible para que existiera.
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