Cuando la camarera me sirvió la sopa de cocido, algo en mí surgió de mis entrañas al percibir el humeante tazón. Lo sorbí con ganas. Ya era hora después de haber estado dos horas esperando en el aeropuerto a que me rescataran. La vida ponía yo ante los garbanzos y el tocino y las costillitas de cerdo y ante el repollo rehogado y la patata y la zanahoria. Me puse bien. Luego, en la ciudad, no había nadie que pasara por las calles. Hacía frío, había llegado el invierno más crudo. Los hombres y las mujeres ciudadanas se metían en el agujero de sus casas y miraban a ratos el frío y la lluvia, pero tras el cristal de sus ventanas. El mal tiempo había llegado y, rememorando cierto encierro gubernamental, la gente se aliaba con su hogar y se metía en él y no salía. Pronto llegaría la navidad.
Los puentes grises, funerarios,
salían al paso del paseo a la orilla del río.
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