Había un hombre que encontraba en las mujeres una perfección sublime. Creía, casi, que las mujeres eran una raza aparte. Esos cuerpos tan bonitos, esas sonrisas que despedían las mujeres cuando estaban en sazón, esas curvas que no tenían los hombres y las hacían tan apetitosas y bellas... En fin, este hombre, además de ensalzar a las mujeres de la mañana a la noche con sus palabras o su pensamiento, era muy tímido con ellas. Esta timidez se debía a ese pedestal al que las subía sin discernir nada más que su atractivo feroz. Hubo una de ellas que se fijó en él: en su inocencia sabia, en su amor a las cosas del mundo y a su sabiduría porque este hombre era sabio y le requirió en amores. Este hombre no se vio en otra. Amó a esa mujer como nadie en el mundo amó a una mujer. Pero esta mujer empezó a pedir cosas materiales a este hombre, su avaricia no se saciaba nunca. El hombre amante de las mujeres no pudo amar a esta, tan egoísta. Y la amó 5 años. Y luego pensó: no son tan bonitas las mujeres. Por fuera tal vez que sí, por dentro, son como los hombres. Y ya vagó este hombre desilusionado por el mundo como andan tantos.
Si estás reñido con el gallo, ¿quién te avisará cuando llegue la mañana?
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