Cuando uno se deja llevar por la ira, no sabe ni lo que dice ni lo que hace. Una brutalidad surge del corazón y la expulsas al otro, que quizás no tiene culpa de nada. Después de ese brote de rabia, aparece el silencio entre dos. Un silencio que durará hasta que el que promovió ese coraje indigno pida perdón. Y no es fácil, porque las posturas se enconan y se endurecen si el que se dejó llevar por la ira es tozudo y tiene poca compasión en su alma. Los arrogantes, si usan del enfado contra el otro, terminarán por encerrarse en un silencio ofendido durante mucho tiempo. Pero no llevan la razón ellos, sino la persona que calló mientras a este soberbio le duró la ira. La ira es mala consejera porque mientras dura, no se sabe lo que uno dice ni hace y lo peor es que de lo verbal se llegue a lo físico, a la amenaza inquietante y amedrentadora, como ese golpe en la mesa o ese alzar la mano en señal de agresividad. La ira no conviene nunca.
Mi frente se endureció de malas palabras
y al amanecer odié y el odio se extendió a la casa toda.
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