Son casi las dos de la tarde. Si yo escribiera una novela de personaje plural, tendría que dedicar un poco de espacio narrativo a cada personaje. Por ejemplo, si cuento algo de un barrendero o de una niña de la alta sociedad, he de ubicarlos a los dos biográficamente. El barrendero puede haber venido de un pueblo de León, donde tuvo mala vida. La niña pija puede ser de Madrid, nacida en una de las calles principales de Madrid. Luego, habría que hacer una biografía comparativa, de carácter moral de cada uno de ellos. A lo mejor es más indecente la niña pija que el barrendero, vaya usted a saber. Es lo que se lleva en las novelas, descubrir las injusticias sociales. ¿O no? ¿Y si se presentan a estos dos personajes de manera objetiva, sin reparar en sus orígenes y en su catadura moral? Así, la novela se parecería al espejo que dijo Stendhal que es una novela. Reflejar superficialmente la hondura vital de los personajes y lo que hacen en la novela. Todo me debe dar igual. Para juzgar ya están los lectores. Pero, ¿si yo libro al lector de enjuiciar a los caracteres que aparecen en mi novela? Solo cuento cosas de ellos por entretenimiento. Así, los pongo tomando café, paseando u ociosos. Y así no hay manera de juzgarlos. Pero eso sería si yo escribiera una novela de personaje colectivo.
A pan duro, diente agudo.
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