Había un señor que se creía que las mañanas duraban todo el día. Se levantaba muy ufano a las siete de la mañana y ya creía que el sol no iba a bajar en las horas que estaban por venir. Hacía un montón de cosas por la mañana: hacía gimnasia, daba una vuelta en bicicleta, compraba el periódico y se lo leía muy pausadamente, hacía su comida siguiendo un recetario del año 400 antes de Cristo, grabado en piedra, de una zona de Egipto muy escondida. Comía y veía que el sol, a eso de las 3 de la tarde ya no era el esplendoroso del sol de mediodía. No se lo podía creer, la mañana caía, la mañana cedía a una tarde que doblegaba al sol a meterse bajo el horizonte. Le entraba una depresión tremenda pues la mañana no perduraba, no se mantenía, no permanecía. Se iba agotando. Y, para no ver la muerte de la mañana, a eso de las 3 y cuarto se acostaba otra vez hasta que llegara el amanecer y poder seguir creyendo que la mañana duraba, duraba, duraba.
El chopo es hijo feliz del agua y del campo.
Dejad al chopo junto a otros chopos que marquen la línea al río tranquilo y dulce.
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