En el horario que me daban al entrar en un instituto, quizás había un día o dos que no tenía que madrugar. Entraba, a lo mejor, a las 10, pero salía tarde. Las últimas horas de los viernes no las quería nadie pues los alumnos ya estaban hartos de clase y solían estar muy revoltosos. Esas horas las tenía yo que vivir con mucha dificultad. Pero, al cabo de dos clases de esas horribles, de mucha indisciplina, inventaba yo una forma de pasarlas más entretenidas y llevaderas. Y así, llevaba el periódico al aula, después de habérmelo leído, lo comentábamos (lo que se podía comentar) o les pedía a los alumnos el día de antes que trajeran recortes de revistas para hacer un collage. Todo valía para pasar una hora sexta de forma tranquila y relajada. Lo agradecían ellos y yo también.
A la vida hay que hacerla ligera a veces.
Para que todo pase más rápido.