Vine el viernes de excursión. Me lo pasé muy bien. El primer día estaba yo irritado por pensar cosas en que no debía pensar. Los siguientes días fueron muy bonitos de vivir. Charlas, chistes, visitas a ciudades, compañerismo, sinceridad de sentimientos, todos éramos unos. Al tomar una coca cola en medio del viaje, me sentí mejor y ya hablaba yo en buen tono y me olvidé de pensamientos burdos. La vida me sonreía al ir pasando los kilómetros y meternos entre matorrales, pinares y montes. La carretera me sanaba. La llegada a destino me puso bien. Una comida y una siesta. Un personaje importante, barbudo y risueño, nos guiaba, nos llevaba a lo alto de la ciudad, nos hacía andar por calles llenas de misterio, por catedrales, por tiendas de tabaco y fruta. Era, indiscutiblemente, un guía, un líder y un amigo. Llegó el día de las migas y llegó el día de la paella. Llegó todo a mí, como las charlas con Teresa, como los debates nocturnos sobre la enfermedad mental. Olvidé a los intrusos de mi mente. Tuvimos que irnos y dio mucha pena. El matrimonio nos vio marchar y nosotros, con pena, dijimos adiós al matrimonio.
Pizarras, arena negra y matorrales verdes:
la vida en unas palabras del amigo, el que está a tu lado.
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