El pueblo manicomio. Si te despistas, y se te ocurre fumar un cigarrillo en un banco de este pueblo te arriesgas a que la hipocondriaca se te acerque. Entonces te echará todo su momio, que si su hijo sufre problemas mentales- y quién no los sufre en estos tiempos, mujer- que tiene la cara roja y se trata con láser, que le duele el trapecio, que sufre en el trabajo- tengo que llevar la compra a casa- que se pasa alguna noche en vela- por Dios, que tormento- bueno adiós-. Está el pasado de porros, te le encuentras en el súper, que ha dao una ostia a un tío y te enseña la mano hinchada- vale, vale-. El profesional de la sinhueso que te maltrata en cada palabra, que no para y adiós que he dejado la lavadora puesta. El obseso, cleptómano, de coeficiente intelectual superior a Einstein, abogado ilustre y de reconocido prestigio, el que recuerda cómo chupaba de la teta de su madre a los tres meses, el que se masturba a diario dos o tres veces e historias sin cuento traídas a maltraer, y válgame la redundancia. Don abuelo trapisonda que te cuenta batallitas sin fin y una sarta de gilipolleces. Es lo que hay, te dices, pero vaya lo que hay. La coleccionista de inmuebles que sufre porque anda floja de pasta y se monta aventuras de verano para sufragar gastos. Los de gimnasio musculados que te miran con gesto neonazi. Mujeres amargadas con cara de culo. La vecina que te cuenta sus dramas y te toca los cojones, sobre todo después de beberse unas cuantas cervecitas. La que te pide cincuenta céntimos, la vecina de abajo que juega a los espías, en fin, que no son todos los que están, ni están todos los que son. Por eso, y por más cosas que aquí no caben opté por salir poco a la calle. Y ya de últimas me apunté a un monasterio de portero y me han llamado. Y aquí estoy, abriendo y cerrando puerta, y oyendo, viendo y callando. Por fin soy feliz.
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