Cuentan de Edgar Allan Poe, el escritor norteamericano, que pensaba mucho en su propia muerte. Lo habré leído por ahí, en algún artículo o libro sobre este escritor. Poe bebía muchísimo. Un licor llamado ajenjo, que le sumía en pesadillas sin fin. Poe, de su pensamiento en la muerte, sacaba los argumentos de sus escritos de terror. A lo mejor, Poe tenía algún tipo de enfermedad mental que curaba bebiendo y escribiendo. Yo me meto en la piel de Poe y veo la pobreza intelectual de la gente que me rodea y me dan náuseas, me pongo malo de pensar que, en la sociedad en la que vivo, la literatura no tiene ni una oportunidad de salir a flote. Nadie lee, nadie sabe quién fue Horacio, nadie sabe quién fue Lope de Vega. No puedo yo explayarme, como le pasaba a Poe, con personas que supieran un poco de literatura. A mí no me da por emborracharme hasta el delirium tremens, pero sufro como nadie la ausencia de alguien con quién hablar que no sea del calor o del precio del pan. Poe pensaba en su propia muerte y murió ebrio y loco en una taberna inmunda del puerto. Dejó escritos universales del género del terror. Y su vida tuvo mucho de ese terror sobre el que él mismo escribía.
El cementerio ya no tiene puertas
pues los muertos han sido olvidados.
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