Todos estaban envueltos en un misterio suficientemente lleno de sombras para que nadie preguntara nada sobre ellos. Lo preferían así porque eran reacios a la verdad y a la claridad. Eso es lo que les había enseñado la vida, que cuanto menos se supiera, mejor. Unos habían tenido por familia una que había sido un desastre y otros hacían todo ocultamente o se callaban para que nadie supiera dónde estaban, qué hacían. A todos les molestaban las preguntas. Si no se les hacía preguntas, ni una vez tendrían que decir la verdad. Y la verdad no les gustaba nada porque vivían a la sombra de la mentira y el ocultamiento. Era penoso hablar con ellos porque esquivaban las preguntas, respondían con monosílabos y frases hechas y, al final, nadie se enteraba de nada, que es lo que ellos querían. Había un miembro de ese grupo que parecía un satélite dando vueltas continuas sobre los demás. No se mostraban, no querían que nadie supiera nada, no aceptaban que nadie supiera nada de ellos. Y así vivieron los años entre los demás, sin saberse un coño quiénes eran en realidad.
Asciende una marea, rosas equilibristas
que dan al sol la sombra de su presencia.
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