Dicen que era un hombre que perdió toda la esencia de su juventud demasiado pronto. Este hombre tenía 65 años y envejeció del todo a los 66. Ya no reía nunca, la vejez se le echó encima borrando de su cara la más mínima expresión de felicidad. No le gustaba el mundo en el que vivía. No le gustaban las gentes que le rodeaban. Odiaba la política, los toros, el fútbol y cualquier manifestación de fiesta que hacían los hombres de su alrededor. Este hombre tenía la costumbre de, una vez desayunado, hacer unos 20 kilómetros en línea recta hasta un claro de un bosque. Y allí se sentaba junto a una gran encina y se ponía a hablar con ella. Era su única amiga. La hablaba y se consolaba con ella de los desaires que le habían hecho los años en su espíritu. A eso de la una, hacía el camino contrario y comía a las 4, muy tarde. Los acontecimientos no le gustaban. No le gustaba ni él mismo. A eso de las 6, se acostaba con un sueño dulce. Dormir sí le gustaba. Dormir sí le gustaba.
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