Había una vez un hombre que no existía. Estaba como en una nube por encima de las cabezas. No se sabía qué pensaba pero sí qué deseaba: que cuando bajaba de las nubes, todos le sirvieran de alguna manera. Allí estaban siempre tres o cuatro colgados que le hacían el caldo gordo al inexistente. El inexistente no creía en nada que no fuera él mismo. Llevaba el inexistente un espejito situado frente a su cara y reflejaba siempre su faz de jeta y de impresentable. Un día, debido a todas estas circunstancias, la gente le dio de lado y no volvió a tratarse con él. Y el inexistente se fue arrugando como un globito hinchado y desapareció de la faz de la Tierra, si algún día había estado en ella.
Roe el hueso que te es echado.
A cada uno le corresponde una cruz o un hueso o cualquier rollo macabeo que tiene que roer y aguantar.
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