Dos tormentas se formaron. Una venía del norte, muy negra y aparatosa. Otra venía del sur, más amplia y con más agua. En el centro del país ya las temían a las dos, así que los habitantes de Drima se subieron rápidamente a los tejados de las casas. Primero sonaron truenos lejanos; luego, cada vez más cercanos. Empezó un frío helador a recorrer casas y calles con furor de lobo hambriento. Las miradas se dirigían al cielo, adonde decían los libros sagrados que está Dios y las oraciones se elevaban con el ardor de la fe.
Pero cayó la tormenta. Dios no quiso eliminarla, pararla, dominarla a pesar de las rogativas que se hicieron.
Y los pobres habitantes de Drima sucumbieron como pellejos de vino hinchados, ahogados, llenos de agua.
Y, cuando salió el sol, después de 48 o 50 horas, solo había un superviviente: el pastor Andrés.
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