Tengo dos sobrinos de mi hermano ya difunto. Y luego tengo otro sobrino, hijo único de mi hermana. Son los tres muy trabajadores. El mayor de ellos trabaja en el taxi y su hermano, de policía. El hijo de mi hermana trabaja de aparejador en la empresa americana Mc Donalds o como se escriba. Rondan la cuarentena los tres, pero le hacen bien el juego al paso del tiempo. Hoy he visto a mi sobrino mayor que esperaba en la parada de taxi. Hemos hablado de hipotecas. Con su hermano no suelo hablar porque ni siquiera lo veo y, cuando lo veo, su charla es insustancial. Mi sobrino taxista, a las 4 y media de la madrugada ya está en su puesto de trabajo. El aparejador da más vueltas que una peonza por toda la península y el policía trabajaba en Guadarrama, un pueblo que yo veo como encajonado entre carreteras, feo de cojones. Nos tomamos allá por mediados de mayo una cocacola en una terraza de ese pueblo y solo vi una gorda fea contarle cosas a otro gordo y feo que se pidió un gin tonic. Ese pueblo no tiene nada de poesía ni de belleza ulterior, así que mi sobrino hace bien en venirse a la capital a seguir de policía. A lo mejor, en Madrid, pega más porrazos.
Ese resplandor de una mesa llena
es el que merece ser llenado.
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