Mi madre fue muy buena con Paco y conmigo. Se desvivió para que tuviéramos un asidero cuando sufrimos por nuestra enfermedad. Recuerdo un domingo en que veníamos del pueblo y yo estaba malo. Entonces, mi madre hizo unas tortillas francesas con la poca ilusión que le quedaba en el cuerpo y nos fuimos a acostar. Me di cuenta de que mi madre sufría con nosotros nuestra enfermedad y nos ayudaba en todo lo que podía. Yo vi, mientras hacía las tortillas, cómo sufría ella también por dentro pero no lo dejaba ver, era la que mantenía la moral alta en horas bajas. Recuerdo también una mañana en el pueblo en que yo sufrí una depresión. Me hacía el desayuno y me daba las pastillas. Con un estoicismo propio de santos o de luchadores por la vida. Era un sentimiento doble el que yo tenía: la depresión y ver a mi madre ahí, al pie del cañón. Son inolvidables esas dos ocasiones en que vi a madre enfrentándose al sino de sus hijos, a la enfermedad y cómo no dejaba traslucir ni un lamento. Mi madre era fortísima.
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