Ya no tengo la sensación de pérdida constante de tiempo. El viento que se ha levantado vuelve las cabezas locas y no podemos estar mucho tiempo en un sitio fijo por miedo a que se nos vuele la cordura. Enseguida decimos: "bueno, me voy, que anda mucho aire".
Luego, en casa, todo está en su sitio y nos ponemos a fregar y a hacer la comida, ese pan nuestro de cada día que hay que elaborar. Las judías no se cocieron bien y hubo que tirarlas, qué pena.
Las hojas, empujadas por el vendaval triste que quizás venga de las afueras, como los forasteros, dicen adiós irremisiblemente al árbol, que se queda sólo con las ramas, con las dulces ramas que todo lo dan.
Y, poco a poco, la tarde se va asentando en los bares, en las tiendas, en el metro y en los mullidos sofás porque parece ser que todos han comido y el que no haya comido a las cinco que se prepare para la merienda.
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