Las aceras de nadie devoran
los pasos de mil gentes que pasan.
Ninguno deja huella alguna de su andar
para que las aceras sigan vírgenes
en su cemento frío.
Los balcones que las miran
como soldados muertos
se llenan a veces
de gritos, de cigarros prendidos
al azar del día o de la tarde.
Lloran las aceras su soledad de pisadas anónimas,
de veloces carreras de niños en triciclo,
de la puntera del bastón de los ancianos
y del alegre abrazo de los enamorados.
Pero las aceras no saben nada,
no oyen, no ven más que suelas
que les emborronan el aburrimiento de ser aceras para siempre.
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