El viejo profesor que oyera una vez al gran gramático Oswald Bernitt dar una conferencia en el hall de la gran universidad de Yale, allá por los años sesenta, se preguntaba quién era ese cuarentón que había aparecido en sus clases con esos aires de...¿suficiencia?, ¿superioridad?, ¿altanería? Juró ponerle a prueba a la menor ocasión.
Miguel, el profesor de secundaria de baja que se apuntó ese año a las clases de la universidad no dudaba en calificar a aquel viejo profesor como entendido en su materia, aunque ya cansado de explicarla. En el fondo, sentía mucha simpatía por ese hombre que se parapetaba en su estrado con el ordenador y ponía vídeos de youtube en inglés y hablaba de teorías de los sesenta y de que había estado en conferencias de gramáticos y críticos ínclitos todos ellos.
Un día coincidieron en la barra del bar de la facultad y expresaron su íntima admiración mutua con una expresión de camaradería extraña en aquellos ámbitos académicos donde ya cada uno iba por su lado. El viejo profesor se dio cuenta de que no era altanería lo que había en ese muchacho sino un gran deseo de conocer cosas y darlas a conocer y ya no quiso ponerle a prueba sino tomarse otro café con él otro día y charlar, charlar y reír.
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